Las rosas en la Historia, según Eça de Queirós

Historia

La Editorial Acantilado publicó hace ya algunos años una joya que no conocíamos de uno de los autores favoritos de este articulista. Se trata de Las rosas, y el autor, Eça de Queirós, escritor cosmopolita, brillante y de intensa sensibilidad que Portugal, tan dado a la buena literatura, nos ha ofrecido a los lectores. El libro, en realidad, es una recopilación de artículos publicados en la Gazeta de Notícias de Río de Janeiro, durante el mes de junio de 1893.

En estos textos reunidos en este librito, lleno de rojo, el diplomático de Póvoa de Varzim nos relata el nacimiento de la rosa en la Antigüedad griega, y su historia brillante en Roma, su decadencia con el inicio del cristianismo y las invasiones germánicas, y su renacimiento medieval y moderno hasta llegar a su reivindicación obrera en manifestaciones, y en el empuje del socialismo que alcanzó a ver antes de morir en 1900. En tan pocas páginas uno no puede encontrar tanta brillantez y tantos estímulos para seguir ahondando en la historia de una flor fundamental. Y puede encontrar en algunos momentos hasta ironía, como cuando Eça de Queirós se lamenta de lo caros que eran los ramos de rosas, un modo de presentarlas que no le agradaba nada, acusando a Glicera, ramilletera de Ciros, por su invento del ramillete. El escritor prefería las rosas sueltas.

La rosa aparece con Homero, una rosa silvestre aún, aunque útil como planta medicinal. Pero la rosa, esencia de la belleza, no llega hasta que Venus nace entre la espuma del mar y llega a la playa de Citerea. Es una rosa blanca, aunque la roja aparece cuando la diosa del amor, corriendo para salvar a su amado Adonis, se clavó en el pie las espinas de un rosal. Las gotas de sangre tiñeron las rosas blancas. La intensa predilección por esta nueva rosa por parte de Venus fue compartida por los demás dioses, formándose el Jardín de Midas. Las rosas alcanzaron entre griegos y romanos un lugar preeminente y constante en las celebraciones religiosas, en el amor, creando, por cierto, y de nuevo la ironía del portugués, no pocos problemas urbanos, en los festines, en los triunfos romanos y en la hora de la muerte. Gracias a su vinculación como “flor de gloria y flor de piedad, la rosa eludió el desdén de los moralistas”, aunque quien la salvó fue la literatura.

Pero la rosa sufrió una profunda crisis aún antes de que todo el edificio de la Antigüedad se derrumbara con los bárbaros. La tristeza del primer cristianismo no podía dejar de afectar a la alegría y el goce de los sentidos que suponía la rosa. Los primeros padres de la Iglesia combatieron a la rosa. Tertuliano fulminó ramos, guirnaldas, todos esos emblemas de la belleza y la fiesta. La inestabilidad que llegó con la caída del Imperio romano casi termina, desde el punto de vista material, con la existencia de la rosa. Ya no había jardines, ni tan siquiera mieses.

Pero la rosa encontró, como el saber antiguo, un refugio en los monasterios, en sus huertos cerrados. Cuando la barbarie tendió a la estabilidad la flor comenzó a salir de aquellos huertos, y Carlomagno decidió adornar Aquisgrán con viñedos y jardines cuando conoció la belleza italiana. Los grandes señores feudales comienzan a entusiasmarse con las rosas. Alberto Magno compondrá un tratado. Y, muy pronto, las damas de la nobleza abrazarán las rosas en sus jardines y en sus castillos. Los reyes de Francia emplearán las rosas en sus festines, y en Provenza y en España damas y caballeros se solazarán con los “torneos de rosas”, lanzándose rosas en una suerte de galante batalla. El Parlamento de París obligaba a los pares y duques a la entrega anual de una bandeja de plata llena de rosas.

Solamente faltaba que la Iglesia asumiera que la rosa merecía un lugar en el cielo católico, y terminaría haciéndolo porque era una flor de esencia divina. Primero, las rosas serían las llagas de Jesús como sostenía San Bernardo de Claraval, pero muy pronto la rosa se asociará por entero a la Virgen María. Al final, Eça de Queiros veía la rosa en las celebraciones del Primero de Mayo, en las “callosas manos de los obreros en huelga”, en los jardines de los mineros ingleses y franceses. Ahora florecía en los mítines, huelgas, en el ojal de los líderes obreros, y bordada en los emblemas de las asociaciones.

La rosa había sido helénica, pagana, imperial, feudal, católica, de enamorados, de héroes, senadores, césares, nobles y papas, símbolo de la Virgen María, y al final, se había convertido en la flor del socialismo.

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