Al comenzar el siglo XX era evidente que las estructuras políticas del Imperio Austro-Húngaro estaban anquilosadas, con un poder casi absoluto por parte del emperador Francisco José I, sin sufragio universal, un gobierno no representativo y solamente apoyado por los pilares del sistema: el ejército, la iglesia y los conservadores. La oposición de nacionalistas, socialistas y demócratas se fue incrementando. Los nacionalistas de diversas tendencias no estaban satisfechos con la monarquía dual porque solamente atendía a las necesidades de los austriacos y los húngaros. En este sentido, los nacionalistas checos eran los más activos. Los socialistas, por su parte, deseaban reformas sociales y el sufragio universal, coincidiendo en este punto con los demócratas. El emperador optó por la represión, especialmente de los nacionalistas, así como por una política asimiladora. Pero esa política no hizo más que radicalizar a los nacionalistas.