El éxito del memorialismo en España

Memoria histórica

Cuando abordamos la cuestión de la memoria democrática en España tendemos, y no sin razón, a lamentarnos de que una parte importante de nuestro país, de sus fuerzas políticas, sociales y mediáticas combatan con tanta beligerancia los intentos de que se sepa la verdad, se encuentre justicia y se repare a las víctimas y sus familiares por el intensísimo sufrimiento causado por el franquismo en la Guerra Civil y en la larga y casi interminable dictadura. No es nuestro interés ahondar en las causas de esta postura que, por otro lado, ya están muy estudiadas y demostradas.

 

No, este artículo es optimista dentro de lo que se puede ser en relación con un asunto donde el dolor y la injusticia están siempre presentes. Y lo es porque, en realidad, aunque no se haya conseguido la totalidad de los objetivos que el movimiento memorialista viene formulando durante ya mucho tiempo, habría que reconocer que dicho movimiento y que las personas y fuerzas políticas, sociales y culturales interesadas en el fortalecimiento de la memoria democrática han alcanzado un éxito evidente.

Sí, en primer lugar, porque han conseguido que el silencio y el olvido decretados por el franquismo y permitido por la primera democracia sea algo del pasado. Poner en el tablero de la opinión pública la necesidad de saber qué pasó, y de cuestionar el discurso franquista sobre nuestro pasado son contribuciones de primerísimo orden. Es verdad que ese discurso oficial del franquismo, de tergiversaciones constantes, de medias verdades, de cainismo, de falta de empatía y generador de odios no ha desaparecido, es más se ha transformado en dos nuevos relatos. Por un lado, hay un discurso neofranquista, actualizado en el odio, y otro, más moderado, pero igualmente tergiversador, sustentado sobre la teoría de la falsa equidistancia. Eso es cierto, insistimos, pero ya no forman parte del relato oficial, el único que se dio en nuestro país porque antes solamente se podía cuestionar en el exilio o en la clandestinidad.

Esa contribución de primerísimo orden tiene una derivación aún más importante, y tiene que ver con el esfuerzo para que en este país exista un discurso cívico basado en la valoración de los principios democráticos, del respeto, de la construcción de un futuro en el que España constituya un ejemplo más, sin que tenga que sobresalir tampoco, de una tradición de respeto de los derechos humanos, de las libertades, del reconocimiento y garantía de derechos, de ser un miembro más del universo o de la civilización a la que pertenece y de la que se desligó oficialmente desde abril de 1939, cuando no antes en amplias zonas de nuestro país.

Los contrarios a la memoria democrática piensan que tratar de estas cuestiones genera polémica y división. Y no dejan de tener razón, pero desde otro sentido. No se generaría polémica si uno se despega del pasado dictatorial y se asume el dolor generado por ese régimen, aunque no lo hubiera causado a los allegados ideológicos en el pasado. La memoria democrática pretende valorar la importancia de los españoles y españolas que fueron violentados en sus vidas, haciendas y honor, nada más y nada menos. La polémica se genera cuando no se tiene la conciencia tranquila o se padece de amnesia política. La división se genera cuando no se asume que no hay que comulgar con los políticos ni con las políticas que existieron en el pasado, pero sí valorar regímenes políticos pasados, sustentados en valores que, curiosamente, hoy parece que aceptamos todos o casi todos en nuestro presente.

El movimiento memorialista podrá sufrir de insatisfacción por no conseguir todos sus objetivos, y porque las dos leyes de memoria que se han aprobado en nuestro siglo presente se puedan quedar cortas en su perspectiva. Pero puede sentir que su contribución a que la España actual sea distinta a la que el franquismo impuso a sangre y fuego, y que pueda seguir mejorando en el futuro es impagable.

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