¿Reformistas o revolucionarios?: reflexionando con Ernest Paul Graber
Hoy proponemos a los amables lectores un ejercicio sobre la dicotomía entre reformistas y revolucionarios de la mano de Ernest Paul Graber.
Y antes de nada, ¿quién fue Graber? Estaríamos hablando de un destacado político socialista suizo, nacido en 1875 y fallecido en 1956. Graber ingresó en el Partido Socialista, oponiéndose tanto a los anarquistas, muy numerosos por tradición en Suiza, como a los comunistas. En 1915 estuvo en la fundación del diario La Sentinelle. En la Gran Guerra se destacó por su pacifismo, y estuvo en la famosa Conferencia de Zimmerwald. Su antimilitarismo le causaría problemas con la justicia. Entre 1912 y 1943 fue miembro del Consejo Nacional como representante del Cantón de Neuchatel, y presidió la cámara entre 1929 y 1930. En el Partido estuvo en el comité ejecutivo, y fue secretario en la Suiza francófona. En la Segunda Guerra Mundial se enfrentó a la política de su país hacia el Eje, especialmente por el antisemitismo.
Pues bien, en noviembre de 1932 el periódico El Socialista publicó un artículo suyo sobre la dicotomía entre reformistas y revolucionarios, un tema sobre el que ya se había escrito mucho, pero que cada vez que había una crisis solía aparecer, especialmente entre los más jóvenes, generando confusión.
El error partía, en su opinión, de aquellos que no tenían idea alguna del pasado, tildando de reformistas a los que no lo eran (¡Ay, ¡qué importante es saber un poco de Historia!, añadiríamos nosotros. Estos noveles tenían el atenuante de que, generalmente, eran llevados a estas ideas por los extremistas porque se atribuían, no sin pretenciosidad, el monopolio de lo revolucionario. ¿Puede recordarnos esto a lo que ocurrió en la izquierda española hace diez años? Ahí lo dejamos.
Graber consideraba que esos extremistas atribuían a la noción revolucionaria un carácter que, al final, tendía a ridiculizarla. Un revolucionario terminaba por ser aquel que apelaba a una fraseología violenta, como si las palabras fuertes pudieran confundirse con la fuerza, la voluntad firme y la acción incansable.
Se consideraría revolucionario aquel que empleaba determinadas fórmulas y palabras gruesas para encubrir el fondo. Así, por ejemplo, bastaba por considerar a todos los burgueses, en bloque, como bandidos, bribones, explotadores, sostenedores de todos los vicios, etc. Bastaba, por lo tanto, con injuriar mucho, acusar mucho y calumniar mucho para ser un revolucionario ante los ojos de los incautos. Graber concretaba aún más con otro ejemplo. Se llegaba a ser un buen comunista tratando a todos los socialistas de traidores, socialpatriotas, socialfascistas y “amparadores del capitalismo”. Es curioso pero todo esto nos suena de nuestro presente o de nuestro inmediato futuro. Ahí lo dejamos.
Todos los demás eran vistos, y no sin “conmiseración depresiva” como reformistas carentes de fuerza, de voluntad, de limpieza en sus conceptos y que daban muestras de hacer concesiones y compromisos en sus ideas y en sus acciones.
Pero los que más se consideraban revolucionarios, pasada la crisis se desinflaban. Entonces Graber quería poner un poco de orden y definir que era un reformista y qué era un revolucionario.
El reformista no proponía reformas para aliviar una situación presente de los trabajadores en el régimen capitalista, algo que sí defendían, en su opinión los más extremistas revolucionarios. No, el reformista se distinguiría del revolucionario por el objetivo final perseguido. Consideraba que los principios fundamentales del régimen capitalista seguirían pero que bastaba con introducir reformas más o menos avanzadas para resolver los conflictos sociales, mejorar las condiciones de trabajo, extender los derechos políticos, acceder al control obrero de la producción y la participación en los beneficios, la intervención del Estado, etc. ¿No está hablando Graber, añadiríamos nosotros, del socialismo democrático? El reformista consideraría estas reformas por sí mismas, independientemente del objetivo vinal y global. Era un fin.
El revolucionario, en cambio, se caracterizaría por el hecho de admitir que el sistema actual era fundamentalmente falso, y todos sus componentes errores económicos que habría que suprimir. El revolucionario reclamaría una sociedad económica, política y social nueva, suprimiendo todos esos componentes o elementos del sistema. El revolucionario sí defendía reformas para amortiguar los sufrimientos presentes, pero contempladas a la luz del conjunto del movimiento que llevaba al objetivo final. Era una necesidad, pero no un fin.
Pues nada, ahí dejamos estas reflexiones de hace 90 años, que esperemos puedan servir ahora, en otro contexto histórico. ¿Reformas como un fin o reformas como una necesidad?
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