De la Monarquía absoluta a la Monarquía parlamentaria

Historia

El concepto de Monarquía ha cambiado de forma evidente en la Historia. Solamente se ha mantenido como un principio común el hecho de que la máxima dignidad política estaría representada por un rey o monarca. Nosotros comenzamos la Historia del concepto desde la época moderna.

 

El sistema político más común durante el Antiguo Régimen fue la Monarquía absoluta, salvo en algunas Repúblicas, como la de Venecia, sistemas donde dominaba una oligarquía. La mayor parte de los Estados estaban gobernados por emperadores, reyes o príncipes que fundamentaban el ejercicio del poder en la soberanía de origen divino. El poder no dependía de los gobernados ni de su voluntad. El poder del rey procedía directamente de Dios, por lo que era indiscutible. Bossuet defendió en su obra La política según las Sagradas Escrituras que Dios había establecido a los reyes como sus ministros y reinaba a través de ellos sobre los pueblos. La persona de los reyes, por lo tanto, era sagrada y atentar contra ellos sería un sacrilegio.

El modelo más acabado de monarca absoluto fue Luis XIV en la Francia de la segunda mitad del siglo XVII.

En este sistema político no había poderes o instituciones que limitaran de forma eficaz la acción de los monarcas. Existían desde la época medieval instituciones representativas de los estamentos, denominadas Parlamentos, Cortes, Dietas o Estados Generales, pero dejaron de reunirse de forma periódica en el siglo XVII o eran manipuladas. Esta pérdida de poderes y funciones se debía, generalmente, a la oposición que presentaban a los monarcas y sus ministros en materia fiscal.

Los monarcas ejercían su poder a través de algunos organismos, como los consejos, cuyos miembros eran elegidos por el propio rey. También recurrieron en algunos casos a ministros o secretarios de estado.

Pero, aunque el poder de los reyes parecía ilimitado en este sistema político, realmente, la capacidad de acción del mismo era bastante limitada por varias razones. En primer lugar, sus administraciones eran débiles y no podían llegar a todos los rincones de sus Estados respectivos. Además, existían las barreras estamentales que protegían a los privilegiados frente a los intentos de intervención regia.

Especial mención merece el caso de la Monarquía Hispánica que, hasta el siglo XVIII, contaba con territorios, como los de la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca, Nápoles) que tenían leyes o fueros propios, además de poderosas instituciones (Cortes y Diputaciones) que limitaban el poder de los reyes en dichos reinos a través de la fórmula del pactismo, frente al poder absoluto que sí podían ejercer con más facilidad en la Corona de Castilla.

Al instalarse los Borbones en España, impusieron el modelo de absolutismo implantado en Francia por Luis XIV. En este sistema político, el monarca absoluto era la encarnación del Estado. Su poder era casi ilimitado, pues era fuente de ley, autoridad máxima del gobierno y la cabeza de la justicia. Los nuevos monarcas, secundados por sus consejeros y funcionarios, combatieron todas las limitaciones que podían quedar sobre las prerrogativas de la Corona, afirmando el poder real.

En todo caso, muchas de las reformas no tocaron algunas instituciones y organismos, provocando dualidades que pudieron entorpecer, en algunos momentos, los mecanismos del poder, sin olvidar que esta forma de absolutismo, especialmente en su posterior formulación ilustrada, generaría resistencias por parte de algunos sectores de los estamentos privilegiados.

Las Monarquías del siglo XVIII mantuvieron el sistema político absolutista configurado en el siglo anterior. Solamente Inglaterra inició la nueva centuria con una Monarquía parlamentaria después de sus Revoluciones en el siglo anterior.

El absolutismo del siglo XVIII presentó una fórmula nueva, conocida como Despotismo ilustrado, que recogía algunos de los rasgos de la Ilustración, especialmente en las formas y maneras de gobernar y en la aplicación de reformas. Los monarcas de esta época deseaban, como los ilustrados, la felicidad de los súbditos, pero siguiendo la máxima de: “Todo para el pueblo pero sin el pueblo”. Potenciaron reformas en los ámbitos económico, social, educativo y cultural a favor de sus súbditos, pero sin renunciar a ninguna de sus prerrogativas como depositarios de la soberanía y sin contar con la opinión de los gobernados.

Recogieron parte del programa de los ilustrados para intentar modernizar sus Estados, corregir abusos o suprimir algunos privilegios, pero sin llegar a sus últimas consecuencias, ya que eso supondría el fin de su sistema de gobierno y de la sociedad estamental que lo sustentaba. Cuando las reformas podían provocar el resquebrajamiento de su autoridad o trastocaban pilares fundamentales del Antiguo Régimen fueron abandonadas o ni tan siquiera se pusieron en marcha. El estallido de la Revolución Francesa provocó que casi todas las políticas ilustradas fueran anuladas por los monarcas. Recordemos en ese sentido las medidas tomadas por Floridablanca para intentar evitar el contagio de las ideas revolucionarias francesas.

A pesar de las diferencias lógicas entre unos Estados y otros se pueden establecer varios rasgos comunes en la política reformista llevada a cabo por los monarcas ilustrados europeos. En primer lugar, se establecieron medidas de fomento de las actividades económicas en la agricultura, manufacturas y comercio. La educación fue un foco de gran interés, dada la importancia que la Ilustración daba a esta cuestión. Se abrieron y protegieron muchas instituciones culturales, científicas y artísticas. Se intentó subordinar la Iglesia al Estado en los países católicos aplicando la doctrina regalista, por la cual los reyes intervendrían en los asuntos no estrictamente religiosos de la Iglesia, además de expulsar a los jesuitas por considerar que la Compañía era contraria a las reformas y solamente obedecía al Papa. Dentro del Estado se emprendieron reformas administrativas para impulsar las distintas políticas y aplicar métodos más ejecutivos y menos consultivos. Se intentaron reformas fiscales para racionalizar la hacienda, tanto en la administración de los impuestos como en los gastos, aunque cualquier intento de tocar los privilegios fiscales topó con la férrea oposición de los estamentos privilegiados. Por fin, se realizaron muchas obras públicas y mejoras en las infraestructuras.

Entre los monarcas más destacados del despotismo ilustrado podemos citar a los siguientes: Federico II de Prusia, María Teresa y José II de Austria, Catalina de Rusia y Carlos III de España.

La Monarquía constitucional surgiría por oposición a la Absoluta en los procesos de las Revoluciones liberales. El monarca ya no concentraría todos los poderes, quedándose con el ejecutivo, sin olvidar su influencia en el legislativo, especialmente en los sistemas bicamerales, al poder intervenir en parte del nombramiento de senadores, como ocurrió en el caso español hasta la Constitución de 1876.

La primera Monarquía constitucional importante se diseñó en la Constitución francesa de 1791, donde se estableció que la autoridad real debía estar sometida a la ley, además de la división de poderes. El rey conservaría, como hemos explicado, el poder ejecutivo, pudiendo nombrar y destituir a sus ministros.

En España la Monarquía constitucional nace con la Constitución de 1812. La última Monarquía constitucional sería la de Alfonso XIII, que duraría hasta el golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923, cuando se suspendió la Constitución de 1876.

Aunque las Monarquías parlamentarias, con la excepción británica, se producen en regímenes constitucionales, se diferencian claramente de las Monarquías constitucionales por el hecho de que en aquellas el monarca solamente es el jefe del Estado, perdiendo el poder ejecutivo, que pasaría en exclusiva al gobierno, que es elegido por el poder legislativo. En la Monarquía parlamentaria se cumple el principio de que el rey reina, pero no gobierna. El poder y la autonomía de un monarca parlamentario estarían muy limitados, aunque mantiene ciertos privilegios, como es el de la administración económica de la familia real y la inmunidad jurídica.

En España la Monarquía parlamentaria se consagra en la Constitución de 1978.

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