Demófilo de Buen sobre la tolerancia masónica en la Segunda República

Historia

Demófilo de Buen (1890-1946) fue un eminente catedrático de Derecho Civil y presidente de Sala del Tribunal Supremo. Aunque no se vinculó a ninguna formación política fue un destacado republicano, y colaboró institucionalmente en la Segunda República, sin dejar su carrera docente, además de asistir como delegado español a las sesiones en Ginebra de la OIT. En el exilo mexicano y panameño realizó una intensa carrera docente, aunque la muerte le sorprendió muy pronto. Dejó una gran obra, siendo además gran maestre del Grande Oriente Español, como bien nos explicó Manuel Según en un documentado artículo en El Obrero. En este mismo medio nosotros publicamos un análisis del propio Demófilo de Buen sobre la vigencia de la Constitución de 1876 en pleno debate sobre el proyecto constitucional de Primo de Rivera. Pero ahora, nos adentramos en su faceta masónica a través de un texto sobre la tolerancia, publicado en el número de septiembre de 1931 del Boletín del Grande Oriente Español, y en relación con el momento histórico que se estaba viviendo, y en el que se estaban produciendo intensas polémicas al calor del debate constitucional.

 

Demófilo de Buen expresó claramente que una de las condiciones más exigible a un masón era la de la virtud de la tolerancia, aunque, en su opinión no siempre había sido así, refiriéndose a la época de la masonería operativa, de “gremios y guildas de constructores”, que no se vio ajena al espíritu intolerante de su época. El masón de aquella masonería tenía que ser fiel a Dios y a la Iglesia, sin poder “caer en la herejía”. Pero en la masonería especulativa, siendo ya una asociación de carácter filosófico y no una “corporación de clase”, el masón pasaba a ser fiel a la tolerancia, citando a las Constituciones de Anderson, aludiendo especialmente a la idea de una “amistad sincera” entre personas que, de otro modo permanecerían extrañas las unas a las otras.

Y en eso estribaba la tolerancia para nuestro protagonista, es decir, la capacidad de tener una amistad sincera con hombres de ideas distintas. Sería como una afinidad basada en el “fondo común de la humanidad”. La tolerancia se convertiría en una defensa contra el impulso tiránico que en ciertos momentos nos llevaba a querer conformar a los hombres con arreglo al propio patrón, contribuyendo a una homogeneidad que calificaba de monótona, “como de seres fabricados en serie”.

En el terreno social la fórmula de la tolerancia sería la libertad, una libertad que no podría vivir sin la tolerancia, porque las leyes no servirían para nada si los hombres no tuvieran educada su voluntad para cumplirlas.

La tolerancia, por lo demás, solamente se aprendería por la práctica y con el ejemplo. No bastaría con enunciarla o con el empleo de máximas, sino que habría que vivirla.

Y una vez definida la tolerancia, Demófilo de Buen pensaba que la masonería debía cultivar, más que nunca, dicha virtud en esos momentos en España. Las pasiones se encendían, había contrastes de ideas y de intereses, de choque entre “obstáculos tradicionales y afanes de progreso”, y los hombres se separaban en banderías, por lo que en las logias y templos masónicos no se debía practicar el “rito de la discordia”.

La masonería tenía que contribuir a la unión entre los españoles que luchaban desde campos distintos con el fin de construir una España nueva, con más justicia y más limpia. Los masones tenían la obligación de trabajar para que se hallasen “instantes de tregua y de comprensión”. Tenían que educar en los hábitos de la convivencia y el respeto, porque sin esas dos condiciones era imposible llevar una vida civil.

En todo caso, Demófilo de Buen explicaba que si los gobernantes españoles tuvieran que imponer la “dura ley de usar de la fuerza colectiva” para exigir la condiciones mínimas para que pudiera desarrollarse la vida civil, los francmasones tendrían que cumplir con su “triste”, pero necesario deber, advirtiendo, por lo demás, que debían dominar los impulsos de la intolerancia y del ”goce en el castigo”, aunque las víctimas fueran los “eternos perseguidores de la francmasonería”.

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