Concebir la tolerancia como respeto a la libertad de conciencia es un hecho capital en la Historia. En este sentido, es fundamental la figura de Locke que en 1689 publicó su Carta de la Tolerancia. En este texto aparece el concepto de contrato entre los ciudadanos y el Estado, fundamento legitimador del poder y en el plano civil, no en el religioso. Tanto el Estado como las Iglesias serían instituciones o entidades de libre asociación. La tolerancia civil era la premisa fundamental para el respeto de todas las creencias, de la libertad de conciencia. Así pues, la ortodoxia dejaba paso a la tolerancia y, además, se planteaba claramente la separación de la Iglesia y el Estado. Era factible la diversidad de creencias y siempre en plano de igualdad. En consecuencia, no se toleraría a quien no permitiese esa libertad. Ese fue el argumento que empleó para no tolerar a los católicos porque eran considerados dogmáticos e intolerantes. Pero tampoco toleraba a los ateos porque prescindir de Dios tenía un carácter disolvente, sumamente peligroso. Estos dos casos, a pesar de la lógica del razonamiento, mostraban que la tolerancia defendida presentaba algunos límites evidentes. Pero esta obra es, sin lugar a dudas, fundamental para entender los sistemas liberales y democráticos futuros.