Los mineros en Pueblonuevo del Terrible
Pueblonuevo del Terrible fue un municipio cordobés, que existió como tal entre 1894 y 1927, vinculado fundamentalmente a la actividad minera, llegando a contar con unos veinte mil habitantes. La población antigua forma parte desde 1927 del municipio de Peñarroya-Pueblonuevo.
El gran desarrollo minero de la cuenca carbonífera de Peñarroya-Belmez-Espiel se vincula a la Sociedad Minera y Metalúrgica de Peñarroya, una empresa de capital francés. Ese desarrollo minero y también industrial atrajo a muchos inmigrantes y produjo un crecimiento enorme de la población local. La Sociedad consiguió que en 1894 la localidad de Pueblonuevo del Terrible se segregase del término municipal de Belmez. Este artículo trata de la situación de los obreros desde la perspectiva socialista, ahondando en la visión dura que se tiene de una población de barriadas obreras de trazado anárquico e insalubre, por mucha estación de ferrocarril propia que tuviera. En este sentido, Ramón Rubio, que trabajó allí, publicó un largo artículo en Vida Socialista en el verano de 1912, en el que sostenía la tesis de que Pueblonuevo del Terrible era una especie de estado aparte.
Pueblonuevo tenía minas de carbón, fundiciones de plomo, cinc y estaño, y también se fabricaban abonos minerales. De las baterías de los hornos de cok (coque) se aprovechaba para obtener bencina, ictiol, sacarina, brea y hasta alquitrán. Todo estaba controlado por la Sociedad Minero-Metalúrgica de Peñarroya. El municipio fue segregado, como dijimos, y por un proyecto de ley presentado a las Cortes por Antonio Barroso, dando lugar a debates parlamentarios porque, al parecer debió haber algún tipo de soborno hacia el ministro de la Gobernación.
El autor del artículo afirmaba que en Pueblonuevo no llegaba el poder del Estado, porque era de la Sociedad Minera, como si fuera una especie de Luis XIV: “Pueblonuevo soy yo”. En ese sentido, afirmaban que los representantes del Estado que ejercían sus cargos en la zona minera no podían tomar decisiones sin el consentimiento de la Empresa. Además, la misma, como si de un Estado se tratase, tenía representantes (“cónsules”) en los lugares oficiales donde se tomaban decisiones, como Fuente Ovejuno, Córdoba y Sevilla. Y hasta en Madrid llegaba su poder con el bufete profesional del señor Canalejas y la defensa de sus intereses por parte del señor Raventós.
Hasta que llegaron los republicanos al Ayuntamiento los mineros entraban a trabajar en los pozos entre guardias municipales, que les cacheaban. Además, había agentes con vergajos, imaginamos que para evitar protestas, altercados o conflictos.
Rubio afirmaba que no había seguridad en el trabajo, ni personal técnico. Aludía al terrible accidente que supuso la explosión de grisú en la mina “Santa Elisa”, con doce muertos y numerosos heridos. Al parecer, fue una tragedia anunciada, con quejas previas de los obreros al ingeniero, porque habían detectado una gran cantidad de gas acumulada en las galerías, apagándose las lámparas de seguridad y haciendo imposible hasta la respiración. Pero se desoyeron las quejas, dándose la orden de que quien no acudiera al trabajo sería despedido. Al parecer, las familias de las víctimas acudieron a la justicia, exigiendo en los Tribunales la responsabilidad criminal de la Empresa. Hasta cien trabajadores acudieron a declarar sin miedo a las represalias. Habían pasado los años, pero no se había conseguido nada.
Los accidentes eran continuos, y no funcionaba la inspección porque nuestro autor explicaba que el ingeniero-jefe de las minas de Córdoba realizaba las visitas oportunas cuando la Empresa ya había arreglado el lugar del accidente correspondiente.
Las condiciones laborales del minero se podían comparar a la de los topos o conejos que debían cruzar “crueles galerías” sin ventilación y sin seguridad.
Reclamar o denunciar estas situaciones a las autoridades equivalía siempre a la consiguiente persecución con peligro de ingresar en la cárcel. Además, los médicos que asistían a los obreros víctimas de un accidente eran nombrados y pagados por la Empresa, a la que debían servir. Esta era otra denuncia que Rubio hacía, en el sentido que la legislación minera debía de establecer el modo de nombrar los médicos que tenían que asistir a los obreros accidentados.
En conclusión, Ramón Rubio se lamentaba de cómo los poderes públicos no contenían la avaricia de las Empresas en sus “egoísmos de lucro”. Al final, llegó a pedir en su artículo que el Estado español enviase un cónsul a Pueblonuevo del Terrible, para que representase los derechos de los trabajadores.
Como bibliografía podemos acudir al siguiente trabajo: Torquemada Daza, José A. (2005). «El poder de las grandes compañías en la Cuenca Minera de Belmez en el último tercio del siglo XIX». Boletín de la Asociación Provincial de Museos Locales de Córdoba (6) (Madrid: Asociación Provincial de Museos Locales de Córdoba). pp. 53-85. Por nuestra parte, hemos empleado como fuente el número del 10 de agosto de 1912 de Vida Socialista.