Reflexiones sobre el secreto masónico desde los años treinta

Historia

Siempre se ha discutido sobre si la Masonería es una sociedad secreta o una sociedad discreta, un concepto éste último más acorde con la realidad actual. En este contexto queremos glosar y comentar un trabajo publicado en la sección de “Notas varias” del primer número de 1933 de la destacada revista masónica española Latomia. La publicación reconocía que el secreto masónico era una cuestión muy discutida. La Iglesia, en este sentido, condenaba el secreto. Y había quien también lo rechazaba pero ni por razones de orden ni religiosas.

 

El artículo reconocía el derecho de cada uno a ocultar lo que se piensa, lo que se hace y lo que se posee, sin negar el derecho superior del Estado, una observación harto interesante, desde nuestro punto de vista. Sabemos que dos de los principios de nuestro sistema político son el de la libertad y el del respeto a nuestra privacidad, un asunto de candente actualidad en relación con la protección de datos, pero también es cierto que el Estado tiene reconocida la capacidad de saber sobre algunos de los aspectos de nuestra vida, especialmente los de tipo económico.

La revista masónica española insistía en el derecho al secreto, especialmente en el “orden intelectual y moral”. El secreto estaría en los cimientos del derecho moderno sobre la autonomía de la voluntad, es decir, la libertad.

Pero se quería dejar muy clara la diferencia entre el secreto y el disimulo porque el último tendría como objetivo el engaño. Aquí se incluía el “fraude intelectual” como algo siempre reprensible a la misma altura que la mentira.

Al parecer, Lalande había escrito en la Enciclopedia que el secreto, y ya en clave masónica, era “un medio idóneo de cimentar la unión íntima de los francmasones”, ya que, cuanto “más aislados y separados estemos del resto, más perteneceremos a lo que nos rodea”. Por otro lado, Wirth explicaba que la masonería se aislaba del mundo profano para constituir un medio escogido, capaz para poder vivir una “vida superior”. Esta concepción del secreto, según Huard, no permitiría objeción alguna, pero este autor explicaba en su obra L’Art Royal que el secreto masónico en sus orígenes se justificaba por la hostilidad de la Iglesia y los Gobiernos en una época en la que no había libertad de asociación. Pero el secreto se mantuvo al reconocerse este derecho; entonces, ¿a qué conducía?, se preguntaba la revista. Un argumento para mantenerlo era que si se abolía se rompía el encanto. Se mantenía porque suponía un elemento de éxito, de seducción. La masonería, por lo tanto, cultivaba el misterio, acaso más de lo necesario como un medio para salvaguardar su existencia. El juramento solemne, la oscuridad del lenguaje, el simbolismo, la prohibición a todo extraño de franquear la puerta de los templos, el secreto, en fin, serían para la revista los modos de captación de la masonería.

El secreto podía generar problemas internos porque podía convertirse en un escenario para críticas y calumnias, pero la revista abogaba por mantenerlo para mantener a la masonería al margen de la vida profana, es decir, exterior. El silencio era la manera de responder a las acusaciones que se formulaban contra la masonería. Si la masonería apareciera en la “plaza pública”, perdería su fuerza y poder.

La publicación interpretaba que el descrédito de la masonería, especialmente en el ámbito latino, no provenía del secreto, sino de que el mismo no se había observado rigurosamente. El secreto era, por lo tanto, más importante que el ritual. En todo caso, no se podían suprimir ninguno de los dos porque si se hacía la masonería perdería su originalidad pasando a ser, especialmente en este ámbito latino, una de tantas asociaciones políticas existentes, y el mundo anglosajón, una de tantas sectas religiosas.

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