La reacción en España ante la Revolución Francesa
A los pocos meses de la subida al trono de Carlos IV, comenzó la Revolución Francesa, un verdadero terremoto para toda Europa, y España no se vio ajena al mismo, por evidentes razones geográficas y dinásticas. Las noticias llegaron y encontraron, sin lugar a dudas, cierto eco, en algunos sectores avanzados de la Ilustración española, a pesar de que la misma siempre fue más conservadora que la francesa. Esa recepción favorable se hizo más patente en América, dado el intenso descontento de los criollos con la metrópoli, donde, además, estaba muy presente el ejemplo de las Trece Colonias, ya Estados Unidos.
Pero, además, la situación económica no era muy halagüeña en España, siempre, sujeta a las periódicas crisis de subsistencia de la atrasada agricultura premoderna, y con ellas los motines que, siendo típicos del Antiguo Régimen, donde no se cuestionaba al rey y se pretendía la restauración del orden anterior roto por la crisis, en relación con precios y/o impuestos, ahora eran contemplados con mucho más temor porque podrían tener derivaciones revolucionarias.
En este clima se convocaron las Cortes para proclamar al nuevo monarca, un hecho que podría ser interpretado por algunos como un lugar donde, supuestamente exponer quejas, como se produjo en los Estados Generales franceses. Floridablanca, al frente de la Administración, desde los últimos tiempos de Carlos III, decidió disolver las Cortes de forma muy rápida para impedir cualquier tipo de alusión a la situación francesa. Tan rápido se hizo que no se llegó a publicar un acuerdo tomado en las mismas que, por el momento, no se consideró prioritario, pero que con el tiempo contribuiría a enrarecer el problema sucesorio en el final de Fernando VII, es decir, la derogación de la Ley Sálica.
Floridablanca puso en marcha una política estricta de aislamiento fronterizo y en los puertos en relación con todo lo que procedía de Francia. La Inquisición, algo alicaída en la época dorada del Despotismo Ilustrado, se reactivó para controlar la propaganda política y a los ilustrados que se considerasen más radicales. Se estableció un estricto “cordón sanitario” como si se tratase del contagio de una peste, con los capitanes generales de las provincias y territorios fronterizos con Francia como ejes de la política controladora. También se prohibió la salida de jóvenes españoles a estudiar fuera de España, y la entrada de intelectuales extranjeros. Se controló a la prensa que, por otro lado, nunca había sido especialmente radical, pero se prohibió la publicación de periódicos de carácter político, además de la censura que se implantó sobre los existentes. La labor de las Sociedades Económicas se resintió también, a pesar de que no cuestionaron nunca al poder, pero cualquier foro que pudiera genera discusión y debate era visto con intenso recelo.